15è. aniversari (1999 - 2014)
 
 

Documentació

Ferrater, una vida intensa

Article publicat a “la Vanguardia” el 03/05/02 per Maria Àngels Cabré

Fueron todos ellos, los niños de su generación, hijos de la guerra. Niños de retaguardia, como los bautizó García Hortelano en el prólogo a su célebre antología, la del grupo poético de los años cincuenta, en la que de haber escrito en castellano, Gabriel Ferrater aparecería; y es eso lo que por encima de todo une a esos futuros poetas nacidos en la década de los veinte, más allá de los excesos e insolencias que vendrían después: el recuerdo fehaciente de la guerra. Con la Guerra Civil a sus espaldas, ese estado de excepción que durará tres años y se alargará de una manera inconmensurable, e inimaginable, durante un desierto de casi cuarenta años, que tendrán que aprender a vadear cada uno a su manera y que acabará por convertirlos en un conglomerado de ansias y deseos, llegarán en la España de posguerra esos niños a hombres y, en los albores de los 70, comenzarán a respirar los aires de libertad que tanto han añorado y también instigado. Gabriel Ferrater no lo verá. Un cúmulo de circunstancias, de fuerzas más fuertes que él mismo, lo vencerá y finalmente se quitará la vida en la soledad de su apartamento de Sant Cugat, a las afueras de su ciudad adoptiva, Barcelona, a la que había llegado siendo apenas un muchacho y donde el intelectual heterodoxo que fue vivió sus glorias y sus fracasos. Perteneciente a una familia acomodada, había nacido en Reus el 20 de mayo de 1922, en el primer piso del Raval de Santa Anna 80, en una casa señorial y de aspecto novecentista situada en el centro de la ciudad. La ciudad de los prodigios En la agitada primavera de 1938, huyendo de la costa tarraconense, los miembros de la familia Ferraté -sin la "r"- recalaron en la Ciudad Condal y fueron distribuidos en diferentes domicilios: los hermanos de Gabriel, Joan y Amàlia, se instalaron en el chalet que tenían en el barrio de Pedralbes unos tíos suyos, que no tardarían en exiliarse a Londres; Gabriel y sus padres hicieron lo propio en el cercano Instituto Tècnic Eulàlia, propiedad de unos amigos. Barcelona fue en esos días muy castigada por las bombas -una de ellas mató a Julia Gay, la madre de los Goytisolo, a unos pasos del Club Coliseum, en la Gran Vía -, y el sonido de las alarmas pasó a formar parte de la vida cotidiana, así como la visión descorazonadora de las ruinas. De hecho, uno de esos días, bajo un bombardeo, la hermana de Gabriel tuvo que ser operada de apendicitis. A finales de julio, una avioneta los trasladó a Toulouse, en cuyo aeropuerto los esperaba su padre, Ricard Ferraté, que había conseguido un empleo en el consulado español en Burdeos. Gabriel se quedó dos meses más en Barcelona, leyendo a Josep Carner y a Carles Riba; y, si otorgamos credibilidad a su "Canción idiota", aprendió a hacer el amor a la sombra de los pinos de Pedralbes. Las Ciencias Exactas A finales de septiembre de 1947, después de los años del exilio francés y tras haber hecho el servicio militar en el Alto Aragón, Gabriel Ferrater decide matricularse en la facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Barcelona como alumno no oficial; tiene veinticinco años y sus avances como estudiante universitario van a ser igual de irregulares y lentos que sus estudios de bachillerato. De hecho, no desistiría de su empeño, y sin conseguir licenciarse, hasta el año 1968, veinte años después de matricularse por vez primera, aunque no cursaría entonces precisamente la carrera que había elegido al comienzo, sino la que podríamos considerar su opuesta, Filosofía y Letras, en cuyas aulas sería al mismo tiempo docente y alumno aventajado, mas nada sistemático. En aquellos primeros tiempos en Barcelona, desde su pensión asomada a los plátanos urbanos, a Gabriel le bastaba atravesar la Rambla para adentrarse en un universo muy distinto, donde las leyes eran otras. El bajo vientre de la ciudad ofrecía en aquellos años a Ferrater, y a los muchachos como él, un ámbito de libertad a la que no estaban acostumbrados, de modo que, ebrios de curiosidad, paseaban su rotunda juventud por las callejas estrechas y mal ventiladas que constituían el distrito V. Dicen sus amigos que a Gabriel Ferrater le gustaba especialmente el escándalo y que aunque ligaba poco se encendía mucho, pues la suya era una sexualidad exacerbada. Y parece ser que, en más de una ocasión, él y sus compinches usufructuaron de los favores de unas pobres profesionales del amor a las que después no pagaban alegando falta de recursos, cosa que debía de encolerizarlas y a ellos hacerlos huir entre risas hacia el centro neurálgico de la Rambla. Cruzado el umbral en que la penumbra se iluminaba, refugiados en los jardines del Ateneu o en su silenciosa biblioteca, de suelo tan adamascado como el de los claustros universitarios, esos chicos alborotadores, futuros intelectuales que no tardarían en pasar a formar parte del tejido cultural de la ciudad, regresaban a sus quehaceres. O bien se lanzaban a pasear por una Barcelona sometida y se les hacía de noche rambleando, como a los protagonistas de la novela policiaca que Gabriel Ferrater y su amigo José María de Martín escribirían bajo la atenta mirada del escritor Juan José Mira, agente secreto del Partido Comunista que sería galardonado en esos años con el primer Premio Planeta. Marinero en tierra Carlos Barral con su perfil de mascarón de proa y la camisa abierta y remangada, noctívago perdulario Jaime Gil con sus trajes a medida y su corbata impoluta, y así cada uno de ellos. En el grupo de muchachos alegres e intelectualmente osados cuyo núcleo formaría después la escuela de Barcelona, Gabriel Ferrater se encontró a gusto desde buen comienzo y fue aceptado sin reparos, aunque tal vez secretamente, como se ha apuntado, albergara en lo más hondo un pequeño sentimiento de envidia azuzado también por su condición de provinciano con escasos recursos. Un club informal y enormemente etílico, para algunos muy abierto y para otros muy cerrado, en el que se le admiraba y era considerado un tipo genial, con una inteligencia prodigiosa, que se desbordaba, se salía de sí mismo. La boda de Carlos e Yvonne, en octubre de 1954, había convertido a la pareja en el centro gravitatorio y su ático de San Elías -el pintor Tàpies vivía en el piso de abajo- se había erigido en el ámbito principal de sus coloquios. Lo frecuentaron todos y por allí pasaron escritores procedentes tanto del resto de la península como del extranjero. Uno de los primeros en llegar fue Blas de Otero, que en el año 1955 se instaló, parece ser que más tiempo de lo debido, en casa de José Agustín. Gabriel Ferrater, viéndolos siempre juntos, los bautizó como "el húngaro y su oso", siendo el oso el poeta bilbaíno. Allí aterrizó también Monique Lange, la futura mujer de Juan Goytisolo, que éste presentó a sus amigos ante la presencia irradiante de Ferrater; Monique trabajaba por entonces en Gallimard y estaba llamada a participar en las ya inminentes reuniones de Formentor, que pasarían a tener proyección internacional. Lo cierto es que fueron muchos los intelectuales que entraron y salieron de la casa oscura o de alguno de sus ocasionales centros de reunión: el susodicho ático, el sótano de Jaime Gil -más negro que su reputación-, el palacete de Jaime Salinas, el bar librería Cristal-City, sito en la calle Balmes, que aún existe y sustituyó a las reuniones del Boliche... En el Cristal-City -que aparece en "Últimas tardes con Teresa"- organizó Salinas el primer cóctel de prensa de la editorial, institucionalizándolo como sede para los acontecimientos de esa índole. Del amor a las mujeres No creo faltar a la verdad si digo que Ferrater, quien bebía ya en aquella época como una esponja, fue el cedazo a través del cual pasó buena parte de la literatura extranjera que se publicaba entonces y que, procedente de las editoriales amigas, traía el correo a "la casa oscura", es decir, a la editorial Seix Barral. De esas lecturas salieron buena parte de los informes que, junto a los que escribió para la Rowohlt en su estancia en Hamburgo, están reunidos en Noticias de libros. Despuntaba la primavera del año 1958 cuando comenzó su primer libro de poemas, nacido al abrigo de su enamoramiento hacia una prima de su amigo Barral, Isabel Rocha. El amor y Shakespeare, y no sus sonetos, sino sus dramas, combinados con una nueva lectura de Brecht, lo llevaron nuevamente al arte de versificar, que ya había practicado, al parecer con poco éxito, en su temprana juventud; una sugerente mixtura de elementos que gestó un libro de poemas poco usual, donde conviven un nuevo tratamiento de lo coloquial y una honda reflexión intelectual. Clausurada toda esperanza en su relación con Isabel, Gabriel se fija en Helena, hija de su amigo Eduard Valentí, traductor de Lucrecio. A este respecto, se dice que Gabriel Ferrater causó estragos en esos años entre las mujeres de sus amistades, no ya en el círculo de lo que se iba a llamar la "gauche divine", donde las jóvenes -Yvonne, Beatriz de Moura, Rosa Regàs...- estaban ya emancipadas, sino entre las esposas algo ya más entradas en años de sus amigos del círculo de Vinyoli, lo que incluye algún que otro devaneo con la madre de Helena. Tenía Gabriel dieciocho años más que su amada. Y esta vez correspondido, aunque no sin reparos, la suya fue, cuando menos por parte de Gabriel, una pasión encendida. Pues a sus veinte años la futura novelista Helena Valentí -la muchacha cuello largo del poema que lleva su nombre- era una de las presas más codiciadas de la malediciente sociedad estudiantil. Novia con anterioridad de Juan Antonio Masoliver Ródenas, dice éste que Gabriel literalmente se la quitó, no sin antes, ¿o fue después?, contemplar cómo se rozaba con el benjamín del grupo, Juan Marsé. Cerrado este capítulo amoroso, Ferrater se casó con Jill Jarrell, la bella americana que no pudo por menos que abandonarlo tras cinco años de matrimonio ante su escasa habilidad para la vida práctica. En 1969, cuando el divorcio con ésta se formaliza, Marta Pessarrodona es ya la compañera de Gabriel y su tarea no va a resultar nada fácil, pues la situación del poeta es complicada y necesita todo el apoyo que se le pueda prestar. Marta resulta ser una gran ayuda para el poeta: vela por él, hace lo posible para que el alcohol no lo venza, lo busca de un lado a otro cuando se escapa de su control, hallándolo en domicilios de amigos completamente beodo; o lo espera durante horas en el austero piso de Sant Cugat, mientras Gabriel bebe ginebra en El Mesón, ajeno al transcurrir de las horas. Su última vocación A pesar de todo, podría decirse que las cosas empiezan a irle bien al final de su vida y que ello se debe a la lingüística, su última vocación, y al halo misterioso que tan docta materia contribuye a crear a su alrededor. Disfruta de un cierto reconocimiento público, aunque no materializado en prebendas capaces de sanear su maltrecha economía; ejerce como profesor en la recién creada Universitat Autònoma, donde incluso se le augura un gran porvenir; y está, si cabe, más lúcido que nunca, pues ha comenzado a esbozar una gramática catalana cuya redacción considera indispensable para la buena marcha de su lengua de expresión y cuya consecución tal vez le anime a retomar la poesía, que desde hace unos años tiene totalmente abandonada. Aun así, el día 27 de abril de 1972, quién sabe si en lo más negro de la madrugada o entre los tonos granas del amanecer, Gabriel Ferrater se quita la vida. Esa noche, una alumna y su marido lo esperaban a cenar. Dos días después, Marta descubrió el cadáver. No hubo duelo nacional.

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